Muchas veces sabemos lo que queremos hacer.
Sentimos que algo tiene que cambiar, que no estamos donde queremos estar, que hay una conversación pendiente, una acción que tomar.

Pero, aun sabiendo lo que queremos, no nos movemos.
Nos frenamos.
Buscamos excusas razonables: que no es el momento, que hay cosas que dependen de otros, que necesitamos más certezas.
Y dejamos pasar el tiempo.

La realidad es que, en la mayoría de los casos, es el miedo lo que nos detiene.
Miedo a equivocarnos.
Miedo a perder algo que ya tenemos.
Miedo a hacernos responsables si el resultado no es el que esperamos.

La carga de elegir

Tomar una decisión significa asumir que, a partir de ese momento, todo lo que pase nos involucra directamente.
No habrá un “no fue mi culpa”.
Y eso pesa.

Cuando no decidimos, cuando dejamos que otros elijan por nosotros o simplemente esperamos a que las cosas pasen solas, nos protegemos de esa carga.
Pero también renunciamos a tener el control de nuestra vida.

No elegir no nos libera de las consecuencias.
Simplemente nos deja en una posición pasiva, donde lo que ocurra dependerá de factores externos en lugar de ser el resultado de una elección consciente.

El miedo a equivocarse

Equivocarse da miedo. Es inevitable.
A nadie le gusta fallar.
Pero pretender no fallar nunca es una trampa.
La vida no ofrece garantías. Nunca las ha ofrecido.

Esperar a que todo esté claro y seguro antes de actuar significa, en muchos casos, quedarse quieto para siempre.

Lo que sí está en nuestra mano no es controlar el resultado, sino decidir si queremos ser quienes toman las riendas, sabiendo que podemos acertar o equivocarnos, o si preferimos que otros lo hagan por nosotros.

Evitar elegir también construye

Cada vez que evitamos una decisión importante, algo dentro de nosotros se acomoda en esa inercia.
Al principio puede parecer que no pasa nada.
Pero con el tiempo, esa falta de movimiento se convierte en una sensación de vacío, de desconexión con uno mismo.

La evitación continua de las decisiones va desgastando la autoestima.
Sin darnos cuenta, empezamos a desconfiar de nuestra capacidad para manejar los cambios. Y cada vez resulta más difícil atreverse.

No elegir también deja huella.
Aunque no se vea tan claramente como un gran error, pesa igual o incluso más.

Elegir no garantiza que salga bien, pero sí que sea propio

Tomar decisiones no garantiza que todo vaya a salir como esperamos.
Pero hay algo que creo que sí asegura: que la vida que construimos será, al menos, nuestra.
Con nuestros aciertos, nuestros errores y nuestras lecciones.
No un resultado de lo que otros decidieron por nosotros.

Cada decisión tomada de forma consciente refuerza la idea de que somos capaces de afrontar las consecuencias, sea cual sea el resultado.
Eso no elimina el miedo, pero lo hace más pequeño.

Cuando se está atascado en una decisión, hay una pregunta que siempre vale la pena hacerse:

¿Estoy esperando a que algo o alguien decida por mí lo que en realidad sé que quiero hacer?

Es complicado, ni yo habiendo escrito todo esto soy capaz de hacerme esta pregunta y saber responderme a mi mismo. Pero ya es un comienzo. Te animo a probarlo.